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mtd ,...el lobo...
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Entre la luz y las tinieblas me arrodillo junto a su cama.
La fiera duerme plácidamente dejando entrever su piel desnuda
bañada por tibios rayos de luna. Plata que dilata mis pupilas. Me acerco sigilosamente, la huelo comenzando a la altura de su cuello inspeccionando cada centímetro de su cuerpo. Ella continua dormida, siento su respiración sobre mis mejillas. Descendiendo. Mis músculos se tensan. Me coloco encima de ella con un movimiento rápido antes de que se despierte. Una de mis manos se hunde contra su pecho, la otra se sumerge en sus húmedas profundidades. Ella se retuerce. Trata de zafarse y alcanzar mi yugular. Saca sus uñas, las clava sobre mi espalda, atraviesa mi piel. Yo sigo aferrado a ella. No hay posibilidad de escape.
La guerra no ha comenzado, esto es solo la carta de presentación. Los cuerpos están húmedos, las gargantas sedientas, los colmillos afilados; los suyos y los míos. El calor de los primeros movimientos nos ha caldeado. Ella aún yace bajo mi cuerpo con sus muñecas aprisionadas con mis manos, haciendo pequeños esfuerzos por liberarse. Sus cabellos enmarañados rozan mi pecho. Su cadera golpea con fuerza mi pelvis en cada movimiento. La levanto de la cama y la pongo mirando al espejo. Yo me coloco a su espalda. Extiendo mi mano por su cuello. Quiero verla morir, me gusta observar el éxtasis previo a la muerte cuando no queda oxigeno es sus pulmones. La penetro con suavidad hasta ruborizar sus mejillas. Sus manos se agarran con fuerza a mi cuello después buscan desesperadas las fuente de placer. Su boca se humedece, toda ella se humedece. Yo me vuelvo mar en su océano. Nos excitamos cada vez más. Nuestras respiraciones se acompasan. Retumban las paredes. Se oyen los gemidos. Comenzó la danza de la muerte. El dulce sabor de la ambrosía. El pecado de los dioses. Ella muere en mis brazos.
Princesa amada...
La mataría una y mil noches.
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mtd ,...el lobo...
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Entre la luz y las tinieblas me arrodillo junto a su cama.
La fiera duerme plácidamente dejando entrever su piel desnuda
bañada por tibios rayos de luna. Plata que dilata mis pupilas. Me acerco sigilosamente, la huelo comenzando a la altura de su cuello inspeccionando cada centímetro de su cuerpo. Ella continua dormida, siento su respiración sobre mis mejillas. Descendiendo. Mis músculos se tensan. Me coloco encima de ella con un movimiento rápido antes de que se despierte. Una de mis manos se hunde contra su pecho, la otra se sumerge en sus húmedas profundidades. Ella se retuerce. Trata de zafarse y alcanzar mi yugular. Saca sus uñas, las clava sobre mi espalda, atraviesa mi piel. Yo sigo aferrado a ella. No hay posibilidad de escape.
La guerra no ha comenzado, esto es solo la carta de presentación. Los cuerpos están húmedos, las gargantas sedientas, los colmillos afilados; los suyos y los míos. El calor de los primeros movimientos nos ha caldeado. Ella aún yace bajo mi cuerpo con sus muñecas aprisionadas con mis manos, haciendo pequeños esfuerzos por liberarse. Sus cabellos enmarañados rozan mi pecho. Su cadera golpea con fuerza mi pelvis en cada movimiento. La levanto de la cama y la pongo mirando al espejo. Yo me coloco a su espalda. Extiendo mi mano por su cuello. Quiero verla morir, me gusta observar el éxtasis previo a la muerte cuando no queda oxigeno es sus pulmones. La penetro con suavidad hasta ruborizar sus mejillas. Sus manos se agarran con fuerza a mi cuello después buscan desesperadas las fuente de placer. Su boca se humedece, toda ella se humedece. Yo me vuelvo mar en su océano. Nos excitamos cada vez más. Nuestras respiraciones se acompasan. Retumban las paredes. Se oyen los gemidos. Comenzó la danza de la muerte. El dulce sabor de la ambrosía. El pecado de los dioses. Ella muere en mis brazos.
Princesa amada...
La mataría una y mil noches.
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